Carta al hijo

Wednesday, October 31, 2007 ·


Te ibas a llamar Federico. Primero, porque yo estaba entrando a la U y ese, ese sí que me parecía un nombre bonito de sociólogo o poeta. Segundo porque no pude encontrar ningún apodo feo que tus compañeros de la escuela pudieran sacar de ese nombre.
Ahorita mismo tendrías siete años y un par de meses más. Yo casi nunca pienso en vos, hijo: me duele. Tampoco hablo mucho de vos: me da una tristeza inmensa, y un miedo horrible que la gente no nos entienda.
También intento no acordarme de tu padre, pero eso no lo entenderías nunca porque nunca vas a estar aquí para contártelo todo y llorar y abrazarnos.
Tus abuelos no te conocen, ni saben que en algún momento vos exististe. Yo era una chiquilla joven y descuidada, y la verdad no te tenía en mis planes. Cuando me fui de casa sin decir nada, fue para esconderte de tu abuelo, para esperar a que tuvieras una sonrisa ricotona en medio de dos cachetes irresistiblemente rosados para llevarte a su casa y que no pudieran resistir tu encanto: para que te quisieran a pesar de todo.
Vos has sido, por años, un sueño que me ataca durante ciertas noches en las que hace frío sin llover. Me has acompañado como un bardo pesado sobre la espalda desde que no te tengo. Has alimentado mis ganas de no conformarme.
Hay días, hoy por ejemplo, en los que me haces una falta atroz, fúrica, tremenda. En los que se me atraviesa un desconsuelo inmenso en la garganta y me provoca llorarte hasta que se me sequen los ojos. Es una sensación inexplicable, como cuando mirás fotos viejas y entre sus colores desteñidos podés adivinar los vestigios de una tarde tibia que te acariciaba el pelo, y recordas los aromas y las texturas de un sube y baja del barrio, y entre todos esos sentimientos lográs aprehender el paraíso que perdiste y que nunca más vas a tener en tus manos.
Nunca he hablado de vos, hijo. Y el vacío de este silencio ha cavado un hoyo profundo en mis mañanas.
Te perdí sola: y nunca reclamé la ausencia de toda la gente que no hice partícipe del hecho. Me hubiera gustado que la mano calientita de tu abuela sujetara mi mano fría mientras te ibas. Pero ella aún no sabe que alguna vez vos y yo fuimos. Tu papá no estaba tampoco: no lo vi en varios días, y a él no le importó tanto que te fueras. Éramos vos y yo. Vos yéndote en una marea roja, y yo yéndome en cada partícula de vos que me abandonaba. Porque te quise, hijo. Cuando perdí el miedo a quererte, te quise como nunca he logrado volver a querer. Deseaba tus manitas entre las mías, tu olor de niño, tu cabeza pequeña, tus ojos grandes.
A veces te he soñado noches enteras: en sueños vi tus primeros pasos, tu primer día de escuela. En sueños he preparado tu merienda de fruta y galletas. Y te he dormido cantándote al oído las mismas nanas que me cantó tu abuela.
Era abril. Tenías cinco meses de nadar dentro de mi cuerpo. Abril caliente. Pálido. Llevábamos varios días de tener bloqueada la rotonda. Ese día la policía llegó temprano y arrasó con todo. A algunos los llevaron presos. Lanzaban pastillas de gas contra chicos de colegio, contra muchachas que estaban sentadas en la calle leyendo las lecturas para sus clases. Yo corrí todo lo que pude, detrás golpeaban con sus palos nuestras espaldas. Yo corrí hacia una tienda pero caí justo en la escalera, hacia atrás desde el último peldaño. El gas no me dejaba ver, no pude ver lo que pasaba en mucho tiempo. Alguien se acercó y me ayudó a levantarme, me lavó la cara y me llevó hasta el otro lado de la barricada. Ahí descansamos un rato y luego decidí llevarte a casa, porque estabas muy inquieto y tus golpes me dolían. Esa noche no aguantaste más y te lanzaste al vacío. No había nada que pudieran hacer por nosotros, hijo. Eras demasiado pequeño para salvarte.
Te quería contar todo para cerrar una puerta que en las noches de diciembre se agita con el viento, golpea y golpea y no me deja dormir. Para que sepas que siempre te he querido, que te lloré y me dueles.
Y para que sepas que esa noche me morí contigo. Y quien nos mató tiene nombre: se llama Miguel Ángel.